Las Crónicas de Maese Lual y Tito Emde (Parte I)
Nada... Aquí os vamos a contar en clave de "humor" quienes son este par de mastuerzos que han abierto un blog para contar lo mismo que podéis encontrar en otros cientos de blogs parecidos a este...
¿Parecidos?... Bueno, no sé... Lo haremos con nuestro estilo y hay que reconocer que nuestro estilo es un tanto peculiar...
Así que empezamos de una vez con...
Pues bien…
Ahí estaba yo a las cinco de la mañana, con los ojos abiertos como platos a
causa el insomnio provocado por una indigestión alimentaria.
No os recomiendo ir a un país extranjero en el que nadie sabe hablar tu idioma y en el que si vas a pedir algo para cenar, te sirven cualquier cosa envuelta en un rebozado doble extra-crujiente.
Ahora entiendo porqué los norteamericanos están tan gordos: Todo lo rebozan.
Supongo que para ellos, una alimentación sana consiste en desayunar medio litro de refresco azucarado, acompañado de diez piezas de bollería industrial envueltas en chocolate grasiento; almorzar un perrito caliente bañado en ketchup y mostaza; comer unos trozos de carne amorfos (que ellos llaman pollo, pero que en realidad nunca sabes lo que son, debido a la triple capa de rebozado que llevan) y cenar una gran hamburguesa en el local de “Uncle Jacky’s Meat”, con su correspondiente ración gigante de patatas que chorrean aceite.
Bueno, me estoy desviando del tema principal.
Ahí estaba yo, en la cama de ese hotel de Connecticut a las cinco de la mañana y con una indigestión insoportable debido al atracón masivo de “algo” que no sabría identificar, pero que estaba muy bien rebozado con una triple capa extra-crujiente.
Así que bajé a una cafetería a pie de calle y que abría las veinticuatro horas del día, especializada en donuts gigantes grasientos, marca de la casa… Yo solo iba por un café y, al madrugar, poder conocer aquella ciudad en la que apenas llevaba unas horas.
El lugar estaba vacío y eso me sorprendió, porque me habían informado que el local siempre se encontraba lleno a cualquier hora del día. Decidí esperar unos minutos en el mostrador hasta que algún dependiente apareciera, pero al no hacerlo, hice lo que toda persona honrada haría en una situación así: Llevarme veinte donuts en una bolsa de plástico y servirme un café en una de las máquinas situadas a lo largo de la pared principal.
Por supuesto, salí de allí de inmediato, no me fueran a pillar y me encarcelaran por haberme llevado sin permiso mi alimentación para todo el día, aunque al percatarme de que ya no corría peligro, me empecé a sentir mal por lo que había hecho.
Me podía haber llevado muchísimos más donuts sin que me echaran el guante.
¡Es que no espabilo!!!
En fin, me apoyé en una farola a cinco manzanas de la cafetería, extrañado de no haber visto ni una sola alma andando por la calle. Siempre me habían dicho que las ciudades estadounidenses eran un hervidero de vida en cualquier momento, así que me supuse que aquel sería un día de huelga general.
Di el primer mordisco a uno de los donuts gigantes. Sensaciones apestosamente dulces y grasientas se mezclaron en un único bocado.
Un segundo después lo escupí y no porque supiera mal.
No.
Lo hice porque al fondo de la calle se podía ver como una masa de gente avanzaba hacia mí.
―¡Si queréis donuts, buscadlos vosotros mismos!!!
Pero aquella muchedumbre no se acercaba por mi bolsa de plástico rellena de comida. Querían comer, sí… A mí…
Eran zombis.
No sé cuántos serían, pero ocupaban la calle al completo.
En ese momento hice lo mismo que cualquier valiente héroe íbero haría en una situación así.
Salí corriendo.
A cada zancada que daba, se derramaba café al asfalto… ¡Mierda!... Ya no iba a desayunar fuerte y eso que mi madre me convenció cuando era pequeño de que un desayuno de campeones te ayudaba a pasar con energía el día.
Estaba ya agotado de correr. No sé cuanto tiempo llevaba haciéndolo… Creo que quince o treinta segundos… En fin, esto es lo que te pasa cuando te acostumbras a la comida basura.
En fin, estaba a punto de tirar la toalla cuando otra persona se pegó a mi lado, corriendo a la par.
―¿Guay ar llu ranin güiz mi on dat estrit? ―le pregunté al individuo, con un acento digno de cualquier lord inglés.
―¿Qué cojones dices, “pisha”?
―¡Qué ilusión!
―¿Por hacer footing?
―No, por encontrar a alguien en este país que habla mi idioma.
―¿Y qué esperabas encontrar en Connecticut?
―No sé… ¿Vacas y maricones?
―Eso es de una película.
―¿Cuál?
―No me acuerdo, pero si quieres ver vacas, me han dicho que las de Alabama son especialmente interesantes.
―¿Por los cuernos?
―Por las tetas.
―¿No se dice ubres?
―Puede… Y si buscas maricones, los encontrarás en Wyoming, en Cincinatti, en Oregón y en Baltimore.
―¿No es ese un comentario un tanto homófobo?
―Lo es, pero como has preguntado por ello, me he visto en la obligación de contestarte para ser cortés.
―Pues lo siento, no era mi intención.
―No pasa nada.
―Vale.
―¿Por qué corres con una bolsa de plástico y un vaso de café vacío?
―Me persigue una horda de zombis sedientos de sangre.
―¡Qué mal rollo!
―Ya te digo… ¿Y tú?
―Me persigue otra horda.
―¿De zombis?
―No, lo mío es peor.
―¿Cómo de peor?
―Míralo por ti mismo.
Giré la cabeza y me llevé una gran sorpresa. En verdad aquello era mucho peor.
―¿Me puedes explicar por qué una manada de mujeres te persiguen en tanga y con el sujetador en la mano, ondeándolo como si fuera una bandera?
―¿Has oído hablar de Jesulín de Ubrique?
―¿El torero?
―No, el panadero… ¡No fastidies! ¿Qué pregunta es esa?
―Quería asegurarme.
―Pues lo que hace ese tipo en mitad de un ruedo es un juego de niños comparado con lo que yo hago.
―¿Torear?
―No, llevarme a las chicas “de calle”.
―O sea, un “mounstruo”.
―Si quiero vender, es lo que hay que hacer.
―Así que en verdad no toreas.
―Eres un poco tonto, ¿no?
―Mi madre me daba muchas collejas de pequeño… Creo que eso terminó por afectarme al cerebro.
―Así que tienes una historia interesante… ¿Te apetece que charlemos sobre nuestras vidas en el apartamento que tengo alquilado?
―¿Y los zombis?
―No tengo tantas cervezas.
―Pues gracias, menuda confianza depositas en mí al ofrecer tu casa a un desconocido.
―Me has caído bien.
―Tú a mí también.
―Este es el comienzo de una gran amistad.
―Eso también es de una película, ¿verdad?
―Sí, pero no me acuerdo del título.
―Bueno, pues no hablemos de cine.
―¿Y sobre qué hablamos?
―¿Te sabes la historia de Pavel?
Y mientras nos contábamos las desventuras de Pavel, seguimos huyendo de la horda de zombis que, al darse cuenta de las mujeres en top-less que corrían a su lado, decidieron dejar de perseguirnos para darse un buen atracón de carne de calidad.
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