ZOMBIVAL: Entrada 1
Sur Oeste de Bosnia, hace 17 años
El polvo de cemento todavía estaba en suspensión en el aire. El Soldado se quedó tumbado, inmóvil entre la mampostería hecha pedazos, viendo las volutas flotar y caer. De la puerta de entrada solo quedaba en pie el marco de piedra, el resto, junto a parte del techo, se había convertido en un amplio ventanal por el que se veía la calle.
Poco a poco tomó conciencia de la situación. En algún lugar, fuera, los BMR blindados de UNPROFOR estarían evacuando el asilo de ancianos bajo el fuego de mortero. Allí debería de estar él, si no fuera por aquel chiquillo famélico que había salido corriendo.
Se puso en pie después de un par de gemidos de dolor y se sacudió el polvo. Tenía la cara adormecida y le dolían un poco las costillas aunque teniendo en cuenta que la explosión le había lanzado a través de la puerta desde la calle, podía sentirse afortunado.
Atravesó el portal caminando entre cascotes. Diviso al niño tumbado en el suelo a unos metros de donde él estaba y se acercó. El chiquillo, de unos diez años, yacía inconsciente en el suelo y sin heridas aparentes. Le tomo el pulso, el corazón latía débilmente. Lo levanto en brazos, lo apretó contra el pecho y empezó a correr calle abajo.
Cuando llegó a la plaza, los BMR ya estaban listos para salir. Corrió hacia el blindado ambulancia y dejó al chiquillo en la camilla, entonces se percató de que el pequeño tenía la camiseta cubierta de sangre.
— Mi teniente, el chaval esta inconsciente.— Rasgó la ropa del niño, buscando la herida.
— Pedro, será mejor que te sientes.
— ¡Ayúdeme, está perdiendo sangre!. ¡Tenemos que cortar la hemorragia!.
— Esa sangre es tuya.— Dijo el teniente mientras le tendía un paquete de gasas.— Presiona con esto tu mejilla.
Con el vehículo ya en marcha el soldado intentó cortar la hemorragia que tenía en la cara mientras el teniente médico examinaba al niño. Momentos después, este último, se giró con cara seria.
— El niño está muerto, voy a decirle al conductor que baje la velocidad, tengo que coserte esa brecha que tienes en la cara.
Algo se le revolvió en las tripas, no importaba lo fuerte que fuera o lo rápido que pudiera correr, ni tampoco el empeño que pusiera en las cosas. No había sido capaz de salvar al chico, de intentar sujetarle la vida al cuerpo.
El niño había fallecido entre sus brazos, mientras corrían entre las ruinas con el olor a explosivo quemado rodeándolos. Había muerto lejos de su madre, en brazos de un extraño y en medio de una guerra horrible sin haber hecho nada para merecerlo.
En la instrucción le habían informado que podría llegar a ver cadáveres y que eso era algo horrible. Él había estado en fosas comunes y descubierto a personas ejecutadas brutalmente en las cunetas mientras huían de los asesinos de un bando u otro. La guerra no solo mataba soldados. Los ancianos, las mujeres y los niños también contaban entre las víctimas.
Pero los muertos a él no le horrorizaban, los cadáveres no sufren, carecen de sentimientos. Sin embargo cada vez que imaginaba como habían sido los últimos instantes de la vida de esas personas, no podía evitar sentir una desazón extrema. El sentimiento le retorcía las entrañas, eso era lo realmente terrible: los últimos y agónicos instantes de la vida.
Después de sobrevivir toda una vida, segundo a segundo, ¿qué puede ser más horroroso para un ser humano que saber que morirá sin poder hacer nada para evitarlo?.
* * * * *
Cementerio de Alicante, hace un año.
Javi no había visto nunca un cadáver . Cuando tenía ocho años, falleció su abuelo, pero sus padres pensaron que el chiquillo era demasiado joven para despedirse del viejo en el velatorio. Ahora con once años consideraron que podía dar el último adiós a la abuela.
A pesar de todo, cuando Javi entro en la habitación donde su yaya descansaba en el ataúd, no sintió aversión. La mujer parecía estar durmiendo, aunque sin hacer muecas. No era esto lo que él había esperado, aunque el tono de piel se acercaba a lo que se espera de alguien que estuviera muerto. Se le paso por la cabeza susurrar "Abuela despierta", pero en la habitación de al lado se estaban vertiendo demasiadas lágrimas como para creer que esto era una burda inocentada.
Estaba muerta, no había marcha atrás, sabía que ese era el fin de una larga temporada de enfermedad y dolor, así que ahora ella descansaba feliz en la otra vida en el cielo. Javi aceptó esto como una verdad absoluta.
Aceptar una explicación bonita era más fácil que creer que una enfermedad inexorable y dolorosa se le había comido las entrañas de tal manera que, el simple hecho de permanecer despierta le causaba semejante tortura que debía suplicar entre sollozos y gritos más fármacos calmantes.
Y aunque el chico sabia esto último, como sabía que jamás volvería a ver a su abuela sentada a la mesa por navidad, prefirió aceptar que los que ya no están aquí, están en otro lado, son más felices y no sienten dolor. Visto así casi le daban a uno ganas de morirse.
El velatorio fue una procesión de gente llorando, personas que lo sentían mucho y familiares que intentaban contar anécdotas divertidas de la difunta.
Gente, gente y más gente, aparte de alguno que otro que se equivocó de muerto.
Muchos daban "el más sentido pésame". Como si él no tuviera suficiente carga con su pesar encima debía soportar el de los demás. Después hubo una misa, donde se habló de "ese otro sitio", de Dios y de la vida de la difunta.
Al final, una procesión de coches se acercó al cementerio. Allí la familia tenía un nicho en propiedad donde descansaba el abuelo.
El nicho estaba situado en una pared junto a otros, en altura estaba en el quinto piso a unos cuatro metros y pico del suelo. El muchacho sonrió pensando que el abuelo se iba a alegrar mucho de compartir cuarto con la abuela, aunque no acababa de comprender como en semejante cubículo cabrían dos ataúdes.
Una veintena de familiares observaban de cerca como los operarios del cementerio habían colocado un andamio. Después uno de ellos procedió a retirar el mármol frontal. Una vez quedó libre el agujero, con una maza golpeó repetidamente dentro del nicho para despues comenzar a sacar tablas de madera. Los ánimos, que tras la misa parecían haberse serenado, volvieron a hundirse dando paso a los sollozos y los murmullos lastimeros.
El padre de Javi se acercó a preguntar si no podían haber vaciado el nicho antes y no delante de los familiares, a lo que el hombre contestó que solo tenían un andamio y que habían estado toda la mañana usándolo. Añadió además que no vaciaban el nicho, solo quitaban la madera para hacer sitio al nuevo ataúd, que el "anterior fallecido" seguiría dentro, tal y como era práctica habitual.
Cuando habían quitado todas las maderas, el operario agarró un gran escobón con mango y empezó a empujar con fuerza hacia dentro. Tan fuerte lo hizo que de pronto, algo salió volando y botando en la plataforma del andamio, cayó al suelo y rodó un poco.
Muchas cosas sucedieron en ese momento, la mayoría de la gente dio un paso atrás, menos la tía Felicia, que se desmayó.
Su madre le puso la mano sobre los ojos aunque Javi consiguió ver entre los dedos.
La primera impresión fue que no era más que una pelota marrón deshinchada y muy sucia. Pero su "yo" valiente desechó pronto esa visión y le mostró la realidad. Una cabeza con trozos de piel reseca y tejidos aun pegados que hubiera seguido rodando de no llevar un par de vertebras enganchadas.
El trabajador que estaba hablando con su padre recogió la cabeza del suelo con las manos, se la pasó al que estaba en el andamio y este la tiró al agujero.
El desasosiego generalizado solo acabó cuando el ataúd de la abuela fue puesto en el nicho y cerrado por una losa de mármol con el nombre de la pareja de ancianos.
Mientras volvía a casa, Javi, no dejó de pensar que esta vez sí había visto la muerte y era tan horrible que se dejaba encerrada en los agujeros más hondos de los cementerios.
Pero lo que más le fascinó es que no afectaba por igual a todo el mundo, sino que dependía de cada uno. Para algunos un cadáver no tenía más consistencia emocional que una piedra, mientras que otros veían en ese resto inanimado, parte de lo que había sido una persona en vida, sus deseos, sus emociones y sus recuerdos.
Puesto que el nicho era de propiedad familiar, se imaginó reviviendo la misma escena con los años. Allí serían enterrados sus padres y después él. Quién sabe si con el tiempo también sus hijos.
Se dijo a sí mismo que, cuando fuera mayor, se compraría su propio nicho. No se veía capaz de estar muerto a gusto en un ataúd de lujo mientras sus ancestros habían sido barridos con un escobón y empujados a lo más hondo del olvido.
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